EL DÍA EN QUE SE DESPLOMÓ EL COLOTERO DE ÁLAMO
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Cuando un monumento carga la historia de su pueblo

El Tlacuilo
INFORMACIÓN | Revista el Tlacuilo / 2025-12-16

Redacción.- En Álamo Temapache hay esculturas que no solo se miran: se recuerdan, se discuten y, sobre todo, se sienten. El Colotero fue durante años algo más que un monumento a la entrada del municipio; fue una declaración de identidad. Un hombre inclinado por el peso del colote repleto de naranjas, detenido en el tiempo, como si la faena diaria hubiera quedado congelada para que nadie olvidara de dónde viene la riqueza de la región.

El colotero no representa a un héroe de bronce ni a un prócer de pedestal. Representa al jornalero anónimo, al que se sube al árbol desde antes del amanecer, al que carga sobre la espalda no solo decenas de kilos de fruta, sino el sustento de su familia y, en buena medida, de todo un municipio que se autoproclamó Capital de la Naranja. Esa fue siempre la fuerza simbólica del monumento: dignificar el trabajo rudo, silencioso y constante.

La escultura, de dimensiones monumentales inaugurada en 2004 y ejecutada por la administración municipal de aquel entonces, se volvió referencia inmediata para locales y foráneos. “Nos vemos en el Colotero” fue durante años una frase cotidiana. Taxistas, comerciantes y estudiantes lo usaban como punto de encuentro, como si la figura vigilara la vida diaria de Álamo. Para muchos niños fue, además, la primera lección no escrita de lo que significaba el trabajo del campo.

Hay anécdotas que revelan el lugar que ocupó en la memoria colectiva. Cuentan coloteros veteranos que, en temporada alta, algunos se persignaban al pasar frente a la escultura antes de ir al corte, como pidiendo fuerza para la jornada. Otros recuerdan que, durante años, los camiones cargados de naranja tocaban el claxon al pasar junto al monumento, una especie de saludo informal al compañero de concreto que representaba su oficio.

También fue escenario de controversias. Hubo quien criticó su tamaño, quien dijo que era exagerado, quien cuestionó el gasto. Pero incluso esas discusiones confirmaban algo: el Colotero importaba. No pasaba desapercibido. Se volvió tema de conversación, de orgullo, de disputa y de pertenencia.

Con el paso del tiempo, se volvió indiferente para lasa administraciones municipales, ya ve usted que para algunos alcaldes nuevos lo único que vale es lo que ellos hacen; con el olvido llegó el desgaste, las fracturas, el abandono institucional intermitente. Y finalmente, su colapso. La caída del Colotero no fue solo la pérdida de una estructura física; fue un golpe simbólico para una comunidad que vio derrumbarse una de sus imágenes más queridas. Para muchos, fue como ver caer a un viejo conocido.

Hoy, el debate no debería centrarse únicamente en si se reconstruye o no, sino en qué significa conservar la memoria del trabajo agrícola en un estado y un país que con frecuencia voltean a ver poco al campo. El Colotero recordaba, sin discursos, que la naranja no llega sola al mercado, que detrás hay manos, espalda, sudor y una historia colectiva.

Tal vez esa sea la lección final del monumento: los símbolos también se cansan cuando no se les cuida. Pero mientras haya quien recuerde al colotero real, al de carne y hueso que sigue subiendo al árbol con su canasto, la escultura —caída o en pie— seguirá existiendo en la conciencia de Álamo. Porque hay monumentos que no se sostienen solo con acero y cemento, sino con memoria.

Apunte: Durante estas administraciones municipales Veracruz perdió dos esculturas dedicadas a las clases populares, el Colotero que este día se desbarrancó y los voladores de Papantla, ubicados en Boca del Río; ambos los tiraron la vanidad de sus autoridades municipales.