SALUD MENTAL, UN FACTOR QUE NO DEBE DEJARSE A UN LADO EN MEDIO DE LA EMERGENCIA
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Ignorarla sería condenar a miles de personas a seguir viviendo entre los escombros de su propio dolor.

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INFORMACIÓN | Revista el Tlacuilo / 2025-10-25

Redacción Revista el Tlacuilo.– En medio de una catástrofe natural como las inundaciones recientes, la atención inmediata suele centrarse —y con razón— en los daños físicos y materiales. Sin embargo, los efectos sobre la salud mental de la población afectada son igual de urgentes, aunque menos visibles. En el afán por rescatar, limpiar y reconstruir, suele olvidarse que también se necesita atender el trauma emocional que deja perderlo todo.

Las prioridades médicas en las primeras horas y días después del desastre incluyen la prevención de enfermedades infecciosas y el tratamiento de lesiones. Las aguas contaminadas pueden provocar infecciones gastrointestinales como diarrea, cólera, hepatitis A o fiebre tifoidea; también enfermedades de la piel como micosis o leptospirosis, además de afecciones respiratorias derivadas de la humedad y el hacinamiento. A esto se suman los riesgos por mosquitos que transmiten dengue, zika o chikungunya, y los peligros eléctricos o químicos que acechan entre los escombros.

La desnutrición y la deshidratación se vuelven frecuentes cuando faltan alimentos y agua potable. La fatiga física es otro enemigo silencioso: quienes trabajan sin descanso para limpiar, reconstruir o ayudar en albergues terminan exhaustos, con el cuerpo y el ánimo quebrados.

Pero la historia de este tipo de tragedias enseña que las heridas más profundas no siempre se ven. A la par de los problemas físicos, surgen secuelas mentales y emocionales que pueden acompañar a las víctimas durante años. El estrés postraumático (TEPT) aparece con pesadillas, ansiedad o miedo persistente; incluso el sonido de la lluvia puede detonar recuerdos dolorosos. En los niños, el trauma se traduce en insomnio, apego extremo o regresión en su conducta.

La ansiedad y los ataques de pánico son comunes ante la incertidumbre del futuro y la sensación de vulnerabilidad. También la depresión, marcada por la pérdida de propósito y una tristeza profunda ante la magnitud de la destrucción. Muchos enfrentan además un duelo no resuelto: por familiares, mascotas o el hogar que representaba su identidad.

El panorama se complica por la irritabilidad y los conflictos sociales que surgen en los albergues, donde la falta de privacidad y los recursos limitados generan tensiones. Y no debe olvidarse la fatiga del cuidador: brigadistas, médicos y autoridades también se desgastan emocionalmente, a veces cargando con la llamada “culpa del sobreviviente”.

Los efectos a mediano y largo plazo pueden ser devastadores. Algunas personas buscan refugio en el alcohol o las drogas para mitigar el dolor; otras pierden su empleo o abandonan la escuela por el desplazamiento forzoso. La comunidad entera puede fragmentarse: familias que no logran reunirse, barrios que desaparecen, lazos que se rompen.

Y mientras el cuerpo trata de sanar, la mente también paga un precio: Atender la salud mental no es un lujo ni una etapa posterior. Es parte esencial de la reconstrucción. Ignorarla sería condenar a miles de personas a seguir viviendo entre los escombros de su propio dolor.